-¿Te gusta el amor?- preguntó mirando muy fija hacia delante, donde se levantaba la alzada de una barca coloreada de blanco y con una franja azul.
-Antes de este verano lo leía en los libros y no entendía por qué los adultos se acaloraban tanto. Ahora lo sé, provoca cambios y a las personas les gusta que las cambien. No sé si me gusta, pero ahora lo tengo y antes no.
-¿Lo tienes?
-Si, me he dado cuenta que lo tengo. Empezó con la mano, la primera vez que me la mantuviste sujeta. Mantener es mi verbo preferido.
-Qué cosas más graciosas dices. ¿Estás enamorado de mí?
-¿Se dice así? Empezó por la mano, que se enamoró de la tuya. Después se enamoraron las heridas que se pusieron a curarse a toda prisa, la tarde que viniste a verme y me tocaste. Cuando saliste de la habitación, me sentía mejor, me levanté de la cama y al día siguiente estaba en la playa.
-Entonces, ¿ te gusta el amor?
-Es peligroso. Provoca heridas y después, a causa de la justicia, más heridas. No es una serenata en el balcón, se parece a una marejada del ábrego, revuelve el mar por encima y por debajo lo remueve. No sé si me gusta.
-El beso que te dí, ¿eso te gustó por lo menos?
-Ése no me lo diste a mí, se lo restregaste en la cara a los dos que estaban por los suelos.
Sentados al lado con poca luz, las palabras subían ágiles, como burbujitas.
-¿Eso quiere decir que tengo que darte uno todo tuyo?
Se volvió hacia mí. Por instinto, quise girarme del lado opuesto, pero una fuerza imprevista me giró la cabeza y el cuello hacia su lado. Se detuvo la cháchara que me había salido con facilidad mientras no la miraba. Era tan hermosa de cerca, con los labios ligeramente abiertos. Me conmueven los de una mujer, desnudos cuando se aproximan para besar, se desvisten de todo, de las palabras hacia abajo.
-Cierra esos benditos ojos de pez.
-Es que no puedo. Si tú vieras lo que veo yo, no podrías cerrarlos.