Cruzar un puente, traspasar un río, atravesar una frontera, es abandonar el espacio íntimo y familiar donde uno está en su sitio para penetrar en un horizonte diferente, un espacio extranjero, desconocido, donde se corre el riego, al confrontarse con el otro, de descubrirse sin lugar propio, sin identidad.
Polaridad, pues, del espacio humano hecho de un interior y de un exterior. Ese interior tranquilizador, cercado, estable, y ese exterior inquietante, abierto, inestable, fueron expresados por los griegos bajo la forma de una pareja de divinidades unidas y opuestas: Hestia y Hermes. Hestia es la diosa del hogar, en el corazón de la casa. Ella hace del espacio doméstico que enraíza en lo más profundo un interior, fijo, delimitado, inmóvil, un centro que le asegura al grupo familiar un ámbito espacial y, a la vez, le confiere permanencia en el tiempo, singularidad en la superficie del suelo, seguridad frente a lo exterior. Mientras que Hestia es sedentaria, encerrada entre los humanos y las riquezas que res-guarda, Hermes es nómada, vagabundo, siempre listo para recorrer el mundo; él va de un lugar a otro sin detenerse, burlándose de las fronteras, de los cercos, de las puertas, que franquea por juego, a su voluntad. Maestro de los cambios, de los contactos, al acecho de los encuentros, es el dios de los caminos, en los que guía al viajero, el dios también de las superficies sin rutas, de las tierras sin cultivo, donde conduce a los rebaños, riqueza móvil de la que él se encarga, así como Hestia vela por los tesoros ocultos en el secreto de las casas.
Divinidades que se oponen, por cierto, pero que también son indisociables. Un componente de Hestia pertenece a Hermes, una parte de Hermes remite a Hestia. Es sobre el altar de la diosa, en el hogar de las viviendas privadas y de los edificios públicos, donde, según el rito, son acogidos, alimentados y albergados los extranjeros que vienen de lejos, huéspedes y embajadores. Para que haya verdaderamente un interior, es preciso que éste se abra hacia el exterior para recibirlo en su seno. Y cada ser humano debe asumir su parte de Hestia y su parte de Hermes. Para ser uno mismo, es preciso proyectarse hacia lo que es extranjero, prolongarse en y por él. Permanecer encerrado en su identidad es perderse y dejar de ser. Uno se conoce, se construye por el contacto, el intercambio, el comercio con el otro. Entre las riberas de lo mismo y de lo otro, el hombre es un puente.
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