Beyond your tunnel vision reality fades
Like shadows into the night
Pink Floyd
Las personas no piensan en la repercusión que sus propósitos y actitudes pueden tener sobre un niño pequeño porque, habitualmente, le atribuyen una existencia larvada. A una larva se le pueden infligir cualquier tipo de lastimaduras, ya que un gusano no tiene ningún valor a sus ojos. Actúan como si la mariposa que les maravilla no hubiese salido de ese gusano. Contrasentido biológico. Precisamente, toda huella desvitalizante que soporta la larva puede desvitalizar al ser en metamorfosis, y la mariposa futura será una mariposa fallida.
Françoise Dolto
Me encantaría poder decir que la infancia de Miguelo fue más o menos normal. Pero no, no tuvo una infancia fácil.
Su mamá era una bellísima hija de italianos que siempre se vestía con olor a lavanda y a jazmín. Además de trabajar parte del tiempo en una juguetería de Cerrito esquina Santa Fe y de hacer las cosas de la casa, sabía tocar muy bien el piano. A lo mejor de joven se había graduado como Profesora Elemental, vaya uno a saber.
Su papá era Oficial de Comunicaciones en la Fragata Sarmiento, y gracias a ello dio la vuelta al mundo varias veces. A lo largo de sus viajes se había tatuado gran parte del cuerpo y se había dejado crecer el bigote de forma considerable. Cada vez que volvía, traía muchas historias y curiosidades de lugares que la mayoría de sus familiares sólo conocían por los libros de Geografía. Todo un marinero avant la lettre.
Así, desde muy chico Miguelo fue entendiendo que un padre es alguien que existe en una distancia intermitente y caprichosa, pero que casi siempre esta ausente.
De hecho, cada vez que esa ausencia se quebraba y su padre dejaba de ser fantasma para hacerse de carne y hueso, a Miguelo le daba un ataque de Asma. Como si la sola presencia de ese extraño conocido le alterase tanto su vida hasta el punto de no dejarlo respirar.
Durante los primeros años, a su mamá la tuvo que compartir tiempo completo con su hermana y con su hermano.
Pero con su papá lo único que quizás supo compartir fue su nombre, la simpatía por un equipo de fútbol y el desconcertante hecho de que el destino los hiciera nacer el mismo día.
Hay una historia que se suele contar sobre la infancia de Miguelo.
Por ese entonces debería tener entre siete y nueve años, y su papá ya había desembarcado en Buenos Aires por última vez.
Sin muchas escalas, pasó de ganarse el pan en el mar a un puesto burocrático en los edificios que la Armada tenía por Paseo Colón.
De la vida en minúsculos y tambaleantes camarotes, a la quietud y el espacio de una casa en la zona suburbana del oeste.
Del canto de las ballenas o el arrullo del mar, al silencio interrumpido por las maderas que se quejan de su vejez sólo en la noche.
De la rutina del telégrafo, a la rutina de tomarse el tren todas las mañanas.
Odiosa rutina.
No olvidarse de llevar las llaves de casa, sacar un boleto, pensar en que se va a almorzar o a cenar. Y la lista podría seguir un poco más.
No olvidarse de llevar las llaves de casa, sacar un boleto, pensar en que se va a almorzar o a cenar. Y la lista podría seguir un poco más.
Acaso sería demasiado preguntarse si se habrá sentido al menos desorientado cuando, de un día para el otro, se encontró rodeado de niños con los cuales sólo había compartido un par de semanas de tanto en tanto?
Acaso tiene sentido esa pregunta?
Lo cierto es que, amén de esa cuestión, no habría que ser adivino para pensar que, tras todos los años de travesías, extrañaba un poco el mar. Y quizás, la forma que encontró para combatir con esa nostalgia, era seguir en contacto con lo más superficial de aquella vida. Al menos si de vestimenta se trata, claro está.
De lunes a viernes usaba el uniforme de fajina para ir a trabajar. Pero los domingos volvía a vestirse con el uniforme de botones dorados. Paralelamente, para sus tres hijos la cosa no podía ser muy distinta y los vestía con los uniformes de marineritos que se usaban en aquellos años.
Así encaraban los domingos, una tropa de marineros que prefería creer que la tierra también era salada y que además tenía olas invisibles.
El primer puerto donde desembarcaban era la casa de los suegros. Allí se almorzaba rico y en la sobremesa se tocaba un poco de alegre música italiana.
Al rato, levaban anclas y zarpaban rumbo a la casa de su padre, un loco extravagante que tiempo atrás había sido juez de paz en el campo y que por esa sencilla razón, le había dado su apellido a todos los que querían anotar un hijo y sólo sabían sus primeros nombres.
Miguelo sentía especial afecto por este abuelo suyo. Tanto que, además de los fines de semana, lo visitaba bastante seguido para empacharse de sus historias. Historias no como las que contaba su padre, de lugares que él no conocía y ni siquiera sabía donde quedaban. Su abuelo le contaba historias de un mundo que para él quedaba a la vuelta de la esquina. Y eso valía más que el oro de Ciudad del Cabo o las muñecas de Japon.
Sin embargo, todos los domingos tienen sus tardes y a todas las visitas les llega su hora de despedida.
Después del café y del tabaco, sigue un rato más de charla mientras el sol cae y algunos primos todavía corretean por ahí.
Luego, cuando la sombra de los árboles se hace demasiado larga, llega la hora de acomodarse la camisa, el saco con botones dorados, y caminar las cuadras que separan este puerto del hogar.
Entonces llaman a Miguelo, pero no quiere irse.
No quiere caminar.
Dice que está cansado.
Que le duelen los pies.
Que no se quiere ir.
El padre lo reta y le pega al mismo tiempo.
Le pega fuerte.
Miguelo, a quien de chico apodaron "el mudo", empieza a tartamudear.
Intenta decir que esta cansado y que le duelen los pies.
El padre no lo entiende y le vuelve a pegar, cada vez más fuerte.
Una y otra vez, los golpes bajan como la lluvia.
Miguelo se tira al piso.
No quiere moverse y no va a hacerlo.
Es testarudo hasta el límite de lo insostenible.
Alguna tía interviene y le dice al padre que se le está yendo la mano.
La madre no sabe que hacer.
Los hermanos tiemblan de miedo.
Más el padre sólo conoce la ley de altamar: el castigo ante desobediencia.
Lo va llevar a patadas en el culo y tirándole del pelo hasta la casa.
Lo hace caminar aunque Miguelo se abrace con su alma al piso.
En esos momentos, el padre extraña el mar.
Miguelo no lo sabe, pero le va a mostrar que él también tiene un mar adentro.
Tan pero tan adentro lo tiene, que lo va a hacer nacer de sus ojos.
Y se lo va a regalar durante muchos domingos más.
Feliz cumpleaños viejo, gracias por este por este viaje. Te llevo en el corazón.
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