-¿El miedo a la muerte?
-Sí, ese miedo que engloba todos los demás. Cuando el hombre está sometido a los miedos, no puede ser íntimamente libre ni generoso con los demás. Cuando el hombre tiene miedo (a las ratas, a los ascensores, al cáncer), está totalmente privado de libertad y cerrado a los otros. El sabio es aquel que consigue superar los miedos que lo acosan. Ese es el gran principio que recorre toda la filosofía, desde los griegos hasta Heidegger, incluido Nietzsche. Aquel que gracias a la filosofía llega a esa especie de serenidad que los griegos llaman sofía. Los grandes maestros griegos, tanto de la tradición estoica como epicúrea, que son las dos grandes tradiciones filosóficas griegas, decían a sus discípulos: "Mientras tengas miedo de la muerte, no podrás vivir una buena vida". La filosofía nació de ese miedo a la muerte, que con frecuencia no es solo miedo a la propia muerte sino también a la muerte de los seres queridos. Desde ese punto de vista, las grandes filosofías son las grandes competidoras de las religiones. Desde siempre, las grandes teorías filosóficas han sido las competidoras de las religiones. En la tradición griega, mitología y filosofía son realmente competidoras. Ambas dicen la misma cosa: una por el mito, la otra por la razón. Lo mismo que las grandes filosofías occidentales lo fueron con el cristianismo.
-¿Se puede decir que el miedo a la muerte incluye el miedo a toda pérdida irreversible?
-Así es. Como en el poema de Edgar Allan Poe, donde el cuervo dice "Never more" (nunca más). Hay en nuestras vidas cosas que pasan para siempre: un divorcio, una mudanza, la pérdida de un empleo, la disputa con un amigo. Durante la vida hay experiencias de pequeñas muertes que nos hacen palpar lo irreversible del tiempo que pasa. Es algo muy angustiante. Un poeta latino decía: "No hay nada peor que los buenos recuerdos".
-¿Y cómo perder el miedo a la muerte?
-Una fórmula estoica que me gusta mucho dice: "Sabio es aquel que lamenta un poco menos, que espera un poco menos y que ama un poco más". Nietzsche retomará esa bella idea y la llamará "la inocencia del devenir". En pocas palabras, el sabio consigue reconciliarse con la vida cuando deja de relativizar el presente con los recuerdos del pasado o con las expectativas del porvenir. En toda su historia, desde los estoicos hasta Nietzsche, la filosofía está atravesada por una misma problemática: tratar de aprender a vivir mejor.
(...)
-Entonces Ferry les dice: "Ahora que ustedes no creen en Dios, les voy a explicar cómo ser felices".
-No, para nada. Primero les digo: "Que ustedes no sean creyentes no quiere decir que las cuestiones de espiritualidad no les interesen". No hay que confundir moral con espiritualidad. La moral es el respeto del otro. Grosso modo, moral quiere decir derechos humanos. Cualquiera sea la moral que uno escoja -hay tres o cuatro por ahí-, todas se basan en el respeto y la honestidad. Pero aunque uno sea perfectamente moral, respetuoso y honesto, igual seguirá estando expuesto a la muerte de sus seres queridos, a la vejez o a tener un hijo con cáncer. El duelo, el sufrimiento, la enfermedad, la vejez, la separación son cuestiones que dependen de la espiritualidad. Después les señalo [a los lectores] cuál es el objeto mismo de la filosofía: "Si bien usted no es creyente, recuerde que hay una espiritualidad laica". También digo que en filosofía no es importante la pregunta (¿cómo alcanzar la serenidad?), sino la respuesta. La historia de la filosofía es una serie de tentativas de responder a esa pregunta sobre la espiritualidad. En otras palabras, ¿cómo vivir con la gente que uno ama cuando se sabe que van a morir y que uno va a morir? ¿Cuál es el diálogo que uno tiene con sus padres cuando se acerca el momento de la muerte? En resumen, ¿cuál es la sabiduría del amor cuando uno es mortal?
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