La poesía nunca es compromiso. Es la manifestación/traducción de una mirada, de una iluminación, de una experiencia. Si uno compromete la mirada, se convierte en un profeta ciego.
Hoy no tiene sentido la poesía que existe principalmente como un ejercicio de destreza. El arte es valioso en la medida en que le sirve de partera radiante a la claridad, a la belleza, a las visiones: cuando se enamora de él mismo produce la masturbación de la palabra.
Los poemas que escribo tienen que ver con todos los aspectos de la criatura y de ese universo total a través del que se mueve. El objetivo es incrementar la conciencia. Puede ser la conciencia de la forma en que un pájaro rompe el cielo con su vuelo o la conciencia de la dificultad y la necesidad de confianza o la conciencia del deseo de conciencia y también del miedo de la conciencia. Esto se puede trabajar a través de la belleza o del impacto o de la risa pero la dirección es siempre hacia una vista más clara, tanto interior como exterior.
Esto exige sinceridad entre el poeta y el poema. Una sinceridad que a veces es gozosa y a veces dolorosa, para el poeta, para el lector, o para ambos. Dos poemas míos, que fueron publicados en un librito, tratan del amor físico y de la invocación, del reconocimiento y de la aceptación de la divinidad en el hombre a través del amor físico como vehículo. En otras palabras, se siente bien. Tan bien que uno puede salir del ego particular y compartir la gracia del universo. Esta afirmación simple y bastante autoevidente, ampliada y ejemplificada poéticamente, hizo surgir un fervor difícil de creer. Y gran parte del fervor lo causaba el uso poético de ciertas palabras de cuatro letras de origen anglosajón en lugar de su sustitución por eufemismos blandos.
Esto trae a colación la cuestión del lenguaje poético. Cualquier cosa que sea lenguaje es lenguaje poético y si la palabra que necesita el poeta no existe en el idioma que conoce, entonces le corresponde a él descubrirla. La única condición es que la palabra sea la palabra que demanda el poema y de eso, solo el poeta puede ser el juez.
Los eufemismos que se eligen por miedo son un pacto con la hipocresía y enseguida van a destruir el poema; y eventualmente, al poeta.
Cualquier forma de censura, sea mental, moral, emocional o física; sea de adentro hacia fuera o de afuera hacia dentro, es una barrera para la autoconciencia.
No necesariamente es cómoda.
No necesariamente es segura.
La poesía salió de las aulas a la calle y por eso provocó una corriente de polinización cruzada, muchos de los frutos se producen en los dos medios. La academia tendía a cultivar el miedo a la ofensa, por ej. eso que podía ofender a alguien. Muchas veces las visiones y el lenguaje, ambos, se disminuían y se silenciaban, y ocurría demasiado que el poema se volvía un vehículo para el ejercicio literario.
La poesía de la calle elude la trampa del miedo, pero muchas veces pierde la visión por una falta de claridad, por un descuido, por una falta del arte del oficio.
La poesía como poesía no necesita que la clasifiquen en ninguno de los casilleros anteriores ni en ningún otro. Existe. Y no puede existir acompañada de la censura.
Cuando un poeta censura su mirada, nunca más dice la verdad tal como la ve. Cuando censura el lenguaje del poema, no usa esas palabras que, para él, son las palabras perfectas para usar. Esta autoatrofia resulta en una limitación artificial impuesta sobre un arte cuya dirección está más allá de los límites de lo concebible.
No existen barreras para la poesía ni para la profecía, que por naturaleza son rompe-barreras, estallidos de percepciones, líneas al infinito. Si un poeta miente acerca de su mirada, miente acerca de sí mismo y, en sí mismo; esto produce una barrera verdadera. Cuando, por escapar del miedo, un poeta usa otro lenguaje distinto del que es perfecto para el poema, se vuelve una persona miedosa y oportunista.
Cuando un agente externo asume la responsabilidad de intentar censurar la poesía, lo que está censurando es la aceptación de la verdad y el salto a la revelación.
Cuando una sociedad se vuelve temerosa de sus poetas, se tiene miedo a sí misma. Y una sociedad que se tiene miedo a sí misma encarna otra definición del infierno. Un poema que se escribe y se publica se pone a disposición de los que lo quieran leer. Para mí, esto implica una responsabilidad primaria de parte del poeta: decir la verdad tal como la ve. Que la diga de la manera más hermosa y más sorprendente que pueda; que encienda su propio sentido de la maravilla, que trabaje con la alquimia que está dentro del lenguaje, que es la forma y la existencia misma de la poesía.
Una buena parte de la audiencia de la poesía moderna es joven. Nos movemos en un mundo donde las polaridades y las posibilidades de la vida y la muerte existen como una conciencia constante. Una vez que el concepto y la disponibilidad del exceso se volvieron de público conocimiento, el aura de la posibilidad de la muerte cósmica se hizo visible. Ha habido épocas en que los jóvenes podían deslizarse suavemente en las vidas de sus mayores, en las que si querían ignorar los asuntos más profundos de la humanidad, de las relaciones del hombre con el hombre, se les hacía más fácil. Estos no son aquellos tiempos, y las elecciones de los jóvenes son profundas y difíciles. A los dieciocho, los chicos tienen que decidir si van a participar del pasatiempo nacional de la muerte. Pero un gran número de ellos son llamados a manifestar una forma de vida distinta, inclinada al placer, a la iluminación y a la preocupación mutua, en vez de aceptar el mundo de la guerra y la desesperación personal que la mayoría de sus adultos les ha venido ofreciendo.
Hay elecciones importantes que hacer y no hay evasión posible.
Los que leen poesía moderna lo hacen por placer, por intuición y a veces por consejo. Lo menos que pueden esperar es que el poeta que comparte su mirada y sus experiencias con ellos lo haga sin hipocresía. Comprometer a la poesía a través de la conveniencia es un pequeño asesinato del alma.
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