Al final del Banquete, Alcibíades, ebrio (y como él
mismo afirma: la verdad está en el vino), hace el elogio de Sócrates, junto al
que ha venido a acostarse.
Nos interesa un fragmento de ese retrato, a nosotros que
intentamos comprender por qué filosofar; es el fragmento en que Alcibíades
cuenta lo siguiente: convencido de que Sócrates está enamorado de él, puesto
que al filósofo se le ve buscar asiduamente la compañía de bellos jóvenes,
decide ofrecerle la ocasión de sucumbir; y Sócrates, frente a esta ocasión, le
explica su situación del modo siguiente: en fin, dice Sócrates, tú has creído
encontrar en mí una belleza más extraordinaria aún que la tuya, de otro orden,
oculta, espiritual; y tú quieres intercambiarla, tú quieres darme tu belleza
para tener la mía; eso sería un buen negocio para ti, si al menos yo poseyera
realmente esa belleza oculta que tú sospechas; sólo que no es seguro; debemos
reflexionar juntos. Alcibíades cree entender que Sócrates acepta el trato,
tiende sobre él un manto y se desliza junto a él. Pero en toda la noche no pasa
nada, cuenta Alcibíades, ¡nada que no hubiera pasado «de haber dormido con mi
padre o con un hermano mayor». Y Alcibíades añade: «El resultado es que no
había manera de enfadarme y dejar de frecuentarle, ni de descubrir de qué modo
podría conducirle hacia mi propósito (...)? No encontraba una salida, yo era su
esclavo como nunca nadie lo ha sido de alguien, no hacía más que girar en torno
a él como un satélite» (Banquete 219 d-e).
Mediante este relato Alcibíades nos describe un juego, el
juego del deseo, y nos revela con una maravillosa inocencia la posición del
filósofo en este juego. Examinémoslo un poco más detenidamente. Alcibíades cree
a Sócrates enamorado de él, pero él desea lograr que Sócrates le «diga absolutamente
todo lo que sabe» (217 a).
Alcibíades propone un intercambio: él concederá sus favores a Sócrates,
Sócrates responderá dándole a cambio su sabiduría. Asediado por esta
estrategia, ¿qué puede hacer Sócrates? Busca el modo de neutralizarla, y, tal
como veremos, la respuesta queda bastante ambigua. Sócrates no rehúsa la
proposición de Alcibíades, no refuta su argumentación. Ninguna burla respecto a
la hipótesis, necesariamente un poco presuntuosa, de que Sócrates está
enamorado de Alcibíades; ninguna indignación ante la propuesta de un
intercambio; apenas una pizca de ironía sobre el «sentido de los negocios» de
Alcibíades. Lo que hace Sócrates, ni más ni menos, es poner en tela de juicio
este «negocio redondo», y preguntarse en voz alta dónde está la ganancia: eso
es todo. Alcibíades quiere cambiar lo visible, su belleza, por lo invisible, la
sabiduría de Sócrates. Al hacer esto corre un enorme riesgo: porque puede
suceder que, si no hay sabiduría, no obtenga nada a cambio de sus favores. Este
negocio redondo es una apuesta, no un en paz o doble, sino, en el mejor de los
casos, un en paz, y en el peor, una dura pérdida. ¡Es arriesgado!
Como ven, es como si Sócrates tomase las cartas de
Alcibíades después de haber enseñado las suyas y le mostrase que esas cartas no
le permiten ganar con seguridad, que la situación no es la de una compra al
contado, sino la de una compra a crédito en la que el deudor, Sócrates en este
caso, no es solvente a ciencia cierta. Sócrates ha mostrado su juego, pero
resulta que él «no tiene juego». Respecto de la estrategia de Alcibíades, ya no
puede suceder nada, puesto que esta estrategia se basa en el intercambio de la
belleza por la sabiduría, y Sócrates declara no estar seguro de poder
corresponder. Pero Alcibíades interpreta esta declaración como un regateo, por
ello reitera, esta vez mediante gestos en vez de palabras, su primera
propuesta. Pero bajo el manto no encuentra un amante, sino, como él mismo dice,
¡un padre! Sócrates permanece pues a la expectativa y Alcibíades queda en el
error. Alcibíades permanece en el error hasta el final de su relato, cuando
interpreta de nuevo la actitud de Sócrates como una estrategia superior a la
suya; él quería conquistar al filósofo y es conquistado; dominarle (puesto que
así poseería su propia belleza y la sabiduría obtenida de Sócrates), pero
finalmente él es su esclavo. Sócrates ha sido más astuto que él, le ha pillado;
los papeles que Alcibíades atribuía a Sócrates y a sí mismo al comienzo de la
partida se han invertido: el amante ya no es Sócrates, es Alcibíades. Incluso
se puede decir que al presentar la historia de esta manera ante Sócrates,
precisamente cuando está tumbado a su lado como sucede en la noche de la que
nos habla, no hace sino repetir el mismo desvarío que le empujó a hacer su
primera propuesta. Va un poco más lejos, pero persiste en la misma estrategia;
quiere convencer a Sócrates de que está totalmente vencido, sin defensa, y por
consiguiente sin peligro, y que ciertamente esta vez Sócrates no tiene por qué
temer, o, si prefieren, de que tiene todas las de ganar haciendo el
intercambio. Es como el mercader de alfombras que corre tras el comprador
obstinado en su oferta de 50.000 para decirle: tened, os la regalo por
55.000. Pero esta comparación que aflora espontáneamente nos obliga a
reflexionar: ¿es de verdad un error, un desvarío por parte de Alcibíades? ¿No
se trata más bien de que Alcibíades, al insistir en la actitud inicial, trata
de desbaratar el juego socrático? A fin de cuentas, el esclavo es el amo del
amo (Hegel). Y la mejor jugada de la pasión consiste en que, si no puede
obtener quitando, está dispuesta a conquistar dándose. De hecho Alcibíades
juega su juego, y, a su manera, lo hace bien, porque, finalmente, Sócrates
fracasa: no ha sido capaz de que Alcibíades acabe aceptando la neutralización
que le proponía.
¿Qué quiere, pues, el filósofo? Cuando declara no estar
seguro de poseer la sabiduría, ¿lo hace sólo para atraer mejor a Alcibíades?
¿Es Sócrates sólo un seductor más sofisticado, un jugador más sutil que entra
en la lógica del otro y le prepara la trampa de una debilidad fingida? Eso es
lo que cree Alcibíades, y eso es lo que Alcibíades mismo, como acabamos de
decir, intenta hacer.
(…)
Lo que quiere el filósofo no es que los deseos sean
convencidos y vencidos, sino que sean examinados y reflexionados. Diciendo que
sabe que no sabe nada, mientras que los demás no saben y creen saber y tener, y
muriendo por ello, quiere dar testimonio de que hay en la petición, en la
petición de Alcibíades por ejemplo, más de lo que ella pide, y ese más es un
menos, una pequeñez, que incluso la posibilidad del deseo significa la
presencia de una ausencia, que quizá toda la sabiduría consista en escuchar
esta ausencia y en permanecer junto a ella. En vez de buscar la sabiduría, lo
que sería una locura, le valdría más a Alcibíades (y a ustedes, y a mí) buscar
por qué busca. Filosofar no es desear la sabiduría, es desear el deseo. Por eso
el camino en que se encuentra Alcibíades desorientado no conduce a ninguna
parte, es un Holzweg, como diría Heidegger, «la pista que deja hasta la
orilla del bosque la leña que el leñador recoge». Seguid esa pista: os dejará
en el corazón del bosque.
Eso no significa que Sócrates no estuviera enamorado; ya
se lo he dicho a ustedes, ni una vez niega que la belleza de Alcibíades sea
deseable. No preconiza en modo alguno el desprendimiento de las pasiones, la
abstinencia, la abstracción lejos del siglo. Por el contrario, hay amor en la
filosofía, es su Recurso, su Expediente. Pero la filosofía está en el amor como
en su Pobreza.