viernes, 29 de enero de 2016

Lucy Peach sobre la paciencia y las pequeñas cosas



Sometimes you know there is a song waiting but you just need to be patient. Sometimes it's a story so big that you can only bite off a bit at a time. Even then, you can only ever really hope to tell your side.

Anyway, last night it came to me in a happy tumble.
It begins here- I am 10 years old, in new jeans at Cottesloe Beach. I'd just met my dad for the first time, at the airport. It was different then, no internet, no Skype, no cheap calls overseas. We wrote letters to each other and I learnt about his favourite foods and colours and the weather where ever he was and I sent him outlines of my hands and feet and I missed him so much. I liked how he said 'however' a lot and how instead of writing 'often', he would say 'oft'. I picked up lots of little things like that... Im always delighted over a new song but what surprised me last night after singing this one, was the realisation that those years of letter writing to my father began me as a writer and for that, among many other things- I am grateful. 
I think it's called, 'Your Mother's Widows Peak'.



miércoles, 27 de enero de 2016

"(500) Days of Summer", de Marc Webb

Una Cachetada hoy recomienda un poco de cine.
Y en vez de hacer una sesuda critica de la película, destacar los puntos fuertes, o entrar en la polémica acerca de si Summer es o no una perra, les regala este pochoclo disfrazado de palabras en japonés para que la disfruten (o no) un poco más. 


Aware es la melancólica felicidad de un momento breve y efímero de belleza trascendente.
Por otro lado, Mono no aware es un concepto básico de las artes japonesas, que suele traducirse como empatía o sensibilidad. Hace referencia a la capacidad de sorprenderse o conmoverse, de sentir cierta melancolía o tristeza ante lo efímero, ante la vida y el amor.

Wabi-Sabi es aceptar el ciclo natural del nacimiento y la muerte. Se refiere a una forma de vida que se centra en la búsqueda de la belleza dentro de las imperfecciones de la vida y aceptar pacíficamente el ciclo natural de crecimiento y decadencia.

Shoganai es “que no se puede evitar”. Sin embargo no hace alusión a desesperar o desalentar. Significa aceptar que algo está fuera de su control. Ánima a la gente a darse cuenta de que no era su culpa y a seguir adelante sin remordimiento.

Kintsukuroi es el arte de la reparación de la cerámica uniendo las piezas con oro o plata y entender que la pieza es más hermosa por haber sido rota.  

Yūgen es un conocimiento del universo que evoca sentimientos emocionales que son inexplicablemente profundos y demasiado misterioso para las palabras.




lunes, 25 de enero de 2016

"El desapego es una manera de querernos", Selva Almada

-No se encariñen con el animal- había dicho la Abuela cuando lo trajo el hombre del campo-: lo compramos para carnearlo y van a llorar cuando se muera.
Como si fuese tan fácil no encariñarse con Peludo, ese hermoso chancho color té que el hombre trajo del campo. Ay, como si se pudiese mirar para otro lado.
(...)
Y no es que la Abuela viese distinto que nosotros porque ya entonces usaba anteojos, sino porque toda una vida de necesidades y estreches la había vuelto una mujer práctica, con los dos pies bien afirmados sobre la tierra.

La abuela había trabajado desde niña ayudando a sus padres. Crio hermanos más pequeños y de grandes los fue enterrando a casi todos. Tuvo sus hijos y los crio. Ayudó a su marido, lo cuidó mientras estuvo enfermos y también a él tuvo que enterrarlo. Cuidó a su madre anciana hasta que murió. Cuidó a otras ancianas por dinero hasta que murieron y se quedó sin trabajo. Crio a los hijos de sus patrones hasta que crecieron y la olvidaron. Cuando no pudo tener más hijos, lo trajo al Sergio y lo crio y él también creció y se olvido de ella. Enterró una nieta. Enterró un bisnieto. La abuela no veía a Peludo, veía un chancho.

jueves, 21 de enero de 2016

La máquina Lacan

En una fórmula sucinta, podría decirse que el deseo es la causa y la solución de todos nuestros problemas: cuando deseamos algo –una persona, un trabajo, etc.–, a grandes rasgos estamos “extrayendo” un elemento muy particular del mundo y prestándole una gran cantidad de atención. El desear supone una falta, la cual el elemento (objeto del deseo), o su posesión, habrían de llenar. El problema es que apenas tenemos aquello que deseamos, no lo deseamos más –o deseamos algo que nunca se nos hubiera ocurrido desear. Sin entrar demasiado en la jerga lacaniana, esta falta constitutiva del deseo se llama “objeto pequeña a” (objet petit a), y es un significante que puede tomar cualquier forma en la ecuación del deseo. Por ejemplo, tal vez notemos que en nuestra vida amorosa hay algún patrón: nos gusta siempre una mujer criada por mujeres (sin influencias positivas paternas) o nos gustan los alcohólicos que se hacen daño y no nos prestan atención. Lo que indaga la clínica analítica no es sobre la moralidad de nuestro deseo, sino nuestra relación con él. ¿Por qué elegimos parejas dañinas? Tal vez porque tenemos interiorizada la consigna de ayudar a los inocentes, lo que puede hablar de un superyó sano, pero de una vida amorosa insatisfactoria. ¿Es que no podemos ser fieles a nuestros deseos? ¿Nuestro inconsciente rige, como si se tratara de la fuerza del destino, todas nuestras elecciones? No es eso, sino que la naturaleza misma del deseo es móvil y cambiante: es lo vivo de nuestra vida. "


Pasate por acá

lunes, 11 de enero de 2016

"¿Por qué desear?"; Jean-Francois Lyotard

Al final del Banquete, Alcibíades, ebrio (y como él mismo afirma: la verdad está en el vino), hace el elogio de Sócrates, junto al que ha venido a acostarse.
Nos interesa un fragmento de ese retrato, a nosotros que intentamos comprender por qué filosofar; es el fragmento en que Alcibíades cuenta lo siguiente: convencido de que Sócrates está enamorado de él, puesto que al filósofo se le ve buscar asiduamente la compañía de bellos jóvenes, decide ofrecerle la ocasión de sucumbir; y Sócrates, frente a esta ocasión, le explica su situación del modo siguiente: en fin, dice Sócrates, tú has creído encontrar en mí una belleza más extraordinaria aún que la tuya, de otro orden, oculta, espiritual; y tú quieres intercambiarla, tú quieres darme tu belleza para tener la mía; eso sería un buen negocio para ti, si al menos yo poseyera realmente esa belleza oculta que tú sospechas; sólo que no es seguro; debemos reflexionar juntos. Alcibíades cree entender que Sócrates acepta el trato, tiende sobre él un manto y se desliza junto a él. Pero en toda la noche no pasa nada, cuenta Alcibíades, ¡nada que no hubiera pasado «de haber dormido con mi padre o con un hermano mayor». Y Alcibíades añade: «El resultado es que no había manera de enfadarme y dejar de frecuentarle, ni de descubrir de qué modo podría conducirle hacia mi propósito (...)? No encontraba una salida, yo era su esclavo como nunca nadie lo ha sido de alguien, no hacía más que girar en torno a él como un satélite» (Banquete 219 d-e).
Mediante este relato Alcibíades nos describe un juego, el juego del deseo, y nos revela con una maravillosa inocencia la posición del filósofo en este juego. Examinémoslo un poco más detenidamente. Alcibíades cree a Sócrates enamorado de él, pero él desea lograr que Sócrates le «diga absolutamente todo lo que sabe» (217 a). Alcibíades propone un intercambio: él concederá sus favores a Sócrates, Sócrates responderá dándole a cambio su sabiduría. Asediado por esta estrategia, ¿qué puede hacer Sócrates? Busca el modo de neutralizarla, y, tal como veremos, la respuesta queda bastante ambigua. Sócrates no rehúsa la proposición de Alcibíades, no refuta su argumentación. Ninguna burla respecto a la hipótesis, necesariamente un poco presuntuosa, de que Sócrates está enamorado de Alcibíades; ninguna indignación ante la propuesta de un intercambio; apenas una pizca de ironía sobre el «sentido de los negocios» de Alcibíades. Lo que hace Sócrates, ni más ni menos, es poner en tela de juicio este «negocio redondo», y preguntarse en voz alta dónde está la ganancia: eso es todo. Alcibíades quiere cambiar lo visible, su belleza, por lo invisible, la sabiduría de Sócrates. Al hacer esto corre un enorme riesgo: porque puede suceder que, si no hay sabiduría, no obtenga nada a cambio de sus favores. Este negocio redondo es una apuesta, no un en paz o doble, sino, en el mejor de los casos, un en paz, y en el peor, una dura pérdida. ¡Es arriesgado!
Como ven, es como si Sócrates tomase las cartas de Alcibíades después de haber enseñado las suyas y le mostrase que esas cartas no le permiten ganar con seguridad, que la situación no es la de una compra al contado, sino la de una compra a crédito en la que el deudor, Sócrates en este caso, no es solvente a ciencia cierta. Sócrates ha mostrado su juego, pero resulta que él «no tiene juego». Respecto de la estrategia de Alcibíades, ya no puede suceder nada, puesto que esta estrategia se basa en el intercambio de la belleza por la sabiduría, y Sócrates declara no estar seguro de poder corresponder. Pero Alcibíades interpreta esta declaración como un regateo, por ello reitera, esta vez mediante gestos en vez de palabras, su primera propuesta. Pero bajo el manto no encuentra un amante, sino, como él mismo dice, ¡un padre! Sócrates permanece pues a la expectativa y Alcibíades queda en el error. Alcibíades permanece en el error hasta el final de su relato, cuando interpreta de nuevo la actitud de Sócrates como una estrategia superior a la suya; él quería conquistar al filósofo y es conquistado; dominarle (puesto que así poseería su propia belleza y la sabiduría obtenida de Sócrates), pero finalmente él es su esclavo. Sócrates ha sido más astuto que él, le ha pillado; los papeles que Alcibíades atribuía a Sócrates y a sí mismo al comienzo de la partida se han invertido: el amante ya no es Sócrates, es Alcibíades. Incluso se puede decir que al presentar la historia de esta manera ante Sócrates, precisamente cuando está tumbado a su lado como sucede en la noche de la que nos habla, no hace sino repetir el mismo desvarío que le empujó a hacer su primera propuesta. Va un poco más lejos, pero persiste en la misma estrategia; quiere convencer a Sócrates de que está totalmente vencido, sin defensa, y por consiguiente sin peligro, y que ciertamente esta vez Sócrates no tiene por qué temer, o, si prefieren, de que tiene todas las de ganar haciendo el intercambio. Es como el mercader de alfombras que corre tras el comprador obstinado en su oferta de 50.000 para decirle: tened, os la regalo por 55.000. Pero esta comparación que aflora espontáneamente nos obliga a reflexionar: ¿es de verdad un error, un desvarío por parte de Alcibíades? ¿No se trata más bien de que Alcibíades, al insistir en la actitud inicial, trata de desbaratar el juego socrático? A fin de cuentas, el esclavo es el amo del amo (Hegel). Y la mejor jugada de la pasión consiste en que, si no puede obtener quitando, está dispuesta a conquistar dándose. De hecho Alcibíades juega su juego, y, a su manera, lo hace bien, porque, finalmente, Sócrates fracasa: no ha sido capaz de que Alcibíades acabe aceptando la neutralización que le proponía.
¿Qué quiere, pues, el filósofo? Cuando declara no estar seguro de poseer la sabiduría, ¿lo hace sólo para atraer mejor a Alcibíades? ¿Es Sócrates sólo un seductor más sofisticado, un jugador más sutil que entra en la lógica del otro y le prepara la trampa de una debilidad fingida? Eso es lo que cree Alcibíades, y eso es lo que Alcibíades mismo, como acabamos de decir, intenta hacer.
(…)
Lo que quiere el filósofo no es que los deseos sean convencidos y vencidos, sino que sean examinados y reflexionados. Diciendo que sabe que no sabe nada, mientras que los demás no saben y creen saber y tener, y muriendo por ello, quiere dar testimonio de que hay en la petición, en la petición de Alcibíades por ejemplo, más de lo que ella pide, y ese más es un menos, una pequeñez, que incluso la posibilidad del deseo significa la presencia de una ausencia, que quizá toda la sabiduría consista en escuchar esta ausencia y en permanecer junto a ella. En vez de buscar la sabiduría, lo que sería una locura, le valdría más a Alcibíades (y a ustedes, y a mí) buscar por qué busca. Filosofar no es desear la sabiduría, es desear el deseo. Por eso el camino en que se encuentra Alcibíades desorientado no conduce a ninguna parte, es un Holzweg, como diría Heidegger, «la pista que deja hasta la orilla del bosque la leña que el leñador recoge». Seguid esa pista: os dejará en el corazón del bosque.
Eso no significa que Sócrates no estuviera enamorado; ya se lo he dicho a ustedes, ni una vez niega que la belleza de Alcibíades sea deseable. No preconiza en modo alguno el desprendimiento de las pasiones, la abstinencia, la abstracción lejos del siglo. Por el contrario, hay amor en la filosofía, es su Recurso, su Expediente. Pero la filosofía está en el amor como en su Pobreza.