-No se encariñen con el animal- había dicho la Abuela cuando lo trajo el
hombre del campo-: lo compramos para carnearlo y van a llorar cuando se
muera.
Como si fuese tan fácil no encariñarse con Peludo, ese hermoso chancho
color té que el hombre trajo del campo. Ay, como si se pudiese mirar para otro
lado.
(...)
Y no es que la Abuela viese distinto que nosotros porque ya entonces usaba
anteojos, sino porque toda una vida de necesidades y estreches la había vuelto
una mujer práctica, con los dos pies bien afirmados sobre la tierra.
La abuela había trabajado desde niña ayudando a sus padres. Crio hermanos
más pequeños y de grandes los fue enterrando a casi todos. Tuvo sus hijos y los
crio. Ayudó a su marido, lo cuidó mientras estuvo enfermos y también a él tuvo
que enterrarlo. Cuidó a su madre anciana hasta que murió. Cuidó a otras ancianas
por dinero hasta que murieron y se quedó sin trabajo. Crio a los hijos de sus
patrones hasta que crecieron y la olvidaron. Cuando no pudo tener más hijos, lo
trajo al Sergio y lo crio y él también creció y se olvido de ella. Enterró una
nieta. Enterró un bisnieto. La abuela no veía a Peludo, veía un chancho.
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