Wieder salió lejos del aeródromo, en un barrio periférico de Santiago. Allí escribió el primer verso: La muerte es amistad. Después planeó sobre unos almacenes ferroviarios y sobre lo que parecían fábricas abandonadas aunque entre las calles pudo distinguir gente arrastrando cartones, niños trepados en las bardas, perros. A la izquierda, a las 9, reconoció dos inmensas poblaciones callampas separadas por la vía del tren. Escribió el segundo verso: La muerte es Chile. Luego giró a las 3 y enfiló hacia el centro. Pronto aparecieron las avenidas, el entramado de espadas o serpientes de colores apagados, el río real, el zoológico, los edificios que eran el orgullo de pobre de los santiaguinos. La visión aérea de una ciudad, lo dejó anotado en alguna parte el propio Wieder, es como una foto rota cuyos fragmentos, contrariamente a lo que se cree, tienden a separarse: máscara inconexa, máscara móvil. Sobre la Moneda, escribió el tercer verso: La muerte es responsabilidad. Algunos peatones lo vieron, un escarabajo oscuro recortado sobre un cielo oscuro y amenazante. Muy pocos descifraron sus palabras: el viento las deshacía en apenas unos segundos. En algún momento alguien intentó comunicarse por radio con él. Wieder no contestó la llamada. En el horizonte, a las 11, vio las siluetas de dos helicópteros que iban a su encuentro. Voló en círculos hasta que se acercaron y luego los perdió en un segundo. En el camino de vuelta al aeródromo escribió el cuarto y quinto verso: La muerte es amor y La muerte es crecimiento. Cuando avistó el aeródromo escribió: La muerte es comunión, pero ninguno de los generales y mujeres de generales e hijos de generales y altos mandos y autoridades militares, civiles, eclesiásticas y culturales pudo leer sus palabras. En el cielo se gestaba una tormenta eléctrica. Desde la torre de control un coronel le pidió que se diera prisa y aterrizara. Wieder dijo entendido y volvió a tomar altura. Por un momento los que estaban abajo creyeron que otra vez se iba a meter en el interior de una nube. Un capitán, que no estaba en el palco de honor, comentó que en Chile todos los actos poéticos terminaban en desastres. La mayoría, dijo, son sólo desastres individuales o familiares pero algunos acaban como desastres nacionales. Entonces, en el otro extremo de Santiago pero perfectamente visible desde las tribunas instaladas en el Capitán Lindstrom, cayó el primer rayo y Carlos Wieder escribió: La muerte es limpieza, pero lo escribió tan mal, las condiciones meteorológicas eran tan desfavorables que muy pocos de los espectadores que ya comenzaban a levantarse de sus asientos y abrir los primeros paraguas comprendieron lo escrito. Sobre el cielo quedaban jirones negros, escritura cuneiforme, jeroglíficos, garabatos de niño. Aunque algunos sí que lo entendieron y pensaron que Carlos Wieder se había vuelto loco. Comenzó a llover y la desbandada fue general. En uno de los hangares se había improvisado un cóctel y a aquella hora y con aquel chaparrón todo el mundo tenía hambre y sed. Los canapés se acabaron en menos de quince minutos. Los mozos, reclutas de Intendencia, iban y venían con una velocidad pasmosa y una diligencia que despertó la envidia en algunas señoras. Algunos oficiales comentaron lo raro que resultaba aquel piloto poeta, pero la mayoría de los invitados hablaban y se preocupaban por temas de relieve nacional (e incluso internacional).
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