El alcohol desembriaga. Después de beber unos sorbitos de coñac, ya no pienso en ti.
Podrías hundirte de un solo golpe en la nada, adonde van los muertos: yo me consolaría si me dejaras tus manos en herencia. Sólo tus manos subsistirían, separadas de ti, inexplicables como las de los dioses de mármol convertidos en polvo y cal de su propia tumba. Sobrevivirían a tus actos, a los miserables cuerpos que han acariciado. Entre las cosas y tú no harían ya de intermediarios: ellas mismas se transformarían en cosas.
Inocentes de nuevo, pues tú ya no estarías para hacer de ellas tus cómplices, tristes como galgos sin dueño, desconcertadas como arcángeles a quienes ningún dios da ya órdenes, tus inútiles manos reposarían sobre las rodillas de las tinieblas. Tus manos abiertas, incapaces de dar o de recibir ninguna alegría, me habrían dejado caer como una muñeca rota. Beso, a la altura de la muñeca, esas manos indiferentes que tu voluntad no aparta ya de las mías; acaricio la arteria azul, la columna de sangre que, antaño, incesante como el chorro de una fuente, surgía del suelo de tu corazón. Con sollozos pequeños y satisfechos reposo la cabeza como una niña entre esas palmas llenas de estrellas, de cruces, de precipicios de lo que fue mi destino.
No tengo miedo de los espectros. Sólo son terribles los vivos, porque poseen un cuerpo.
No hay amores estériles. Y es inútil tomar precauciones. Cuando te dejo llevo dentro de mí el dolor, como una especie de hijo horrible.
Un dios que quiere que yo viva te ha ordenado que dejes de amarme. No soporto bien la felicidad. Falta de costumbre. En tus brazos, lo único que yo podía hacer era morir.
Las dos de la madrugada. Las ratas roen en los cubos de basura los restos de un día muerto: la ciudad pertenece a los fantasmas, a los asesinos, a los sonámbulos. ¿Dónde estás tú, en qué cama, en qué sueño? Si tropezara contigo, pasarías sin verme, pues no somos percibidos por nuestros sueños. No tengo hambre: no consigo digerir mi vida esta noche. Estoy cansada: anduve toda la noche para escapar de tu recuerdo. No tengo sueño: ni siquiera siento apetito de la muerte. Sentada en un banco, embrutecida a pesar mío por la llegada de la mañana, dejo de recordar que trato de olvidarte. Cierro los ojos... Los ladrones sólo desean nuestras sortijas; los amantes, la carne; los predicadores, nuestras almas; los asesinos, la vida. Pueden quitarme la mía: los desafío a que cambien algo en ella. Echo hacia atrás la cabeza para sentir por encima de mí el murmullo de las hojas... Estoy en el bosque, en un campo... Es la hora en que el Tiempo se disfraza de barrendero y Dios tal vez de trapero. El, el avaro, el testarudo; él, que no consiente ver perderse una perla entre el montón de conchas de ostras a las puertas de las tabernas. Padre nuestro que estás en los cielos ... ¿Veré yo venir alguna vez a un hombre viejo, con un abrigo pardo, con los pies llenos de barro por haber atravesado Dios sabe qué río para reunirse conmigo? Se dejaría caer en el banco, apretando en su puño cerrado un valioso regalo que bastaría para cambiarlo todo. Separaría los dedos lentamente, uno tras otro, con prudencia, pues el regalo podría echarse a volar... ¿Qué llevaría en su mano? ¿Un pájaro, una semilla, un cuchillo, una llave para abrir la lata de conserva del corazón?
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