El señor Valéry era chiquitito, pero daba muchos saltos.
Explicaba:
—Soy igual a las personas altas sólo que por menos
tiempo.
Pero esto constituía para él un problema.
Más tarde el señor Valéry se puso a pensar que, si las
personas altas saltaran, él nunca las alcanzaría en la vertical.
Y tal pensamiento lo desanimó un poco. Más por
el cansancio, sin embargo, que por esta razón, el señor
Valéry un cierto día abandonó los saltitos. Definitivamente.
Días después salió a la calle con un taburete.
Se colocaba encima de él y allí se quedaba, encima, de
pie, mirando.
—De esta manera soy igual a los altos durante mucho
tiempo. Sólo que inmóvil.
Pero no se convenció.
—Es como si las personas altas estuvieran con los pies
encima de un taburete e incluso así consiguieran moverse
—murmuró el señor Valéry, lleno de envidia, cuando regresaba
ya a su casa, desilusionado, con el taburete debajo del
brazo.
El señor Valéry hizo entonces varios cálculos y dibujos.
Pensó primero en un taburete con ruedas, y lo
dibujó.
Pensó después en congelar un salto. Como si fuera
posible suspender la fuerza de la gravedad, apenas durante
una hora (no pedía más), en sus itinerarios por la ciudad.
Y el señor Valéry dibujó su sueño, tan común.
Pero ninguna de estas ideas era cómoda o posible, y por
eso el señor Valéry decidió ser alto en la cabeza.
Ahora, cuando se cruzaba con las personas, en la calle,
se concentraba mentalmente, y miraba hacia ellas
como si las viera desde un punto veinte centímetros más
arriba.
Concentrándose, el señor Valéry lograba incluso ver
la imagen de la zona superior de la cabeza de las personas
que eran mucho más altas que él.
El señor Valéry nunca más recordó las hipótesis del
taburete o de los saltitos, considerándolas ahora, desde
una cierta distancia, ridículas. Sin embargo, concentrado
de tal modo en esta visión, como desde arriba, tenía dificultades
para recordar la cara de las personas con quienes
se cruzaba.
En el fondo, con la altura, el señor Valéry perdió amigos
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